Por Lena O.
Vittorio Gassman, el gran titán del teatro italiano, nunca fue un hombre de medias tintas. Para él, la interpretación era una actividad tan esencial como respirar, pero también tan absurda como intentar cantar ópera bajo el agua. En su libro «Sobre el teatro», Gassman nos entrega una mirada cruda y reflexiva, pero siempre con ese guiño cómplice que uno espera de un actor que sabía que, al final del día, estábamos todos en el mismo escenario. Desde su punto de vista, la interpretación es una constante oscilación entre la verdad más profunda y la mentira más descarada. Gassman sostenía que el buen actor debía tener una relación casi esquizofrénica con la realidad: lo bastante cuerdo para comprender el mundo, pero lo suficientemente loco como para reinventarlo sobre las tablas. Esto es algo que sólo un maestro del teatro podría comprender, claro está, y él era el primero en admitir que a veces tampoco tenía idea de lo que estaba diciendo.
Gassman, con su típico humor mordaz, se burlaba de los actores que se tomaban a sí mismos demasiado en serio. Decía que había dos tipos de intérpretes: los que creen que están haciendo algo profundo y los que saben que lo único profundo es el agujero en el que te meten después de tu última función. Para Gassman, la grandeza del actor residía en ser capaz de abrazar la ridícula contradicción de que, por muy glorioso que uno se sienta en el escenario, en realidad, estás siendo aplaudido por fingir ser otro. O, como él diría con sorna: «Somos grandes mentirosos que cobramos por ello, pero al menos lo hacemos con estilo.» Gassman también entendía que la magia del teatro radicaba en su capacidad de crear momentos de verdad absoluta en medio de la falsedad más absoluta. Un actor debía saber cuándo dejar caer la máscara y cuándo sujetarla con fuerza. «El teatro es como un mal matrimonio», decía, «hay momentos de verdad, pero la mayoría del tiempo sólo estás tratando de que el otro no se dé cuenta de que te estás inventando todo sobre la marcha.» Uno de sus comentarios más hilarantes sobre la interpretación era que para ser un buen actor no bastaba con ser talentoso; había que tener un «buen estómago». Según Gassman, aguantar las largas horas de ensayo, las noches sin dormir, y las críticas despiadadas exigía más resistencia física que correr una maratón. «En el teatro, las tripas son tan importantes como la voz», bromeaba. «Si no puedes digerir una mala crítica, mucho menos podrás digerir la cena del catering.»
Gassman sabía que el teatro era un espejo de la vida, y que, al igual que en la vida, a veces todo lo que puedes hacer es reírte de lo absurdo de la situación. Si te tomas demasiado en serio, corres el riesgo de parecer un «payaso solemne», y no hay nada peor que un payaso que no sabe que es payaso. Así, recordamos que la interpretación es una búsqueda perpetua de la verdad en medio de la ficción; un juego en el que, a veces, la única salida es una buena carcajada.