Soltar el ancla

Uta Hagen en Broadway interpretando ¿Quién teme a Virginia Wolf? de Edward Albee en 1963. Photograph: AP

Por Lena O.

“Deja que el lenguaje se amolde a tu lengua hasta que te brote del alma.”

Hago nuestro, a modo de declaración de intenciones, un texto de Uta Hagen sobre este arte y oficio, levantando el ancla para zarpar hacia la aventura del autodescubrimiento.

“Armado de una pasión por la expresión personal, de un punto de vista particular y de un objetivo concreto, el actor debe adquirir un dominio de su oficio, porque, de lo contrario, todo el talento y la buena voluntad no le servirán para nada.

Existe una gran falta de conocimiento y mucha desinformación sobre la naturaleza de este oficio, más que sobre las otras artes. Se dice que la interpretación es un oficio meramente intuitivo y que no requiere técnica alguna. “Has nacido para ser actor”, “a actuar no se aprende”, “a actuar no se enseña”, son frases que nacen de la ignorancia y de los prejuicios que una vez más relegan al actor a la figura de niño tonto con talento. Ésta es la opinión de aquellos que creen que los “trucos del oficio” se aprenden actuando en público. Y también parece haberse extendido hasta nuestros sindicatos. Éstos aceptan a todos el que haya sido contratado por un golpe de suerte o por un familiar, con un solo trabajo a sus espaldas y sin previa formación o experiencia.

De esta manera nuestro teatro sigue siendo un arte mediocre, lleno de gandules y de imitaciones de estilos de teatro prefabricado que sólo salvan algunos actores excepcionales, gracias a que, dejando aparte su talento, saben lo que es el respeto, entienden su oficio y trabajan para perfeccionarlo. Todavía tenemos que superar los aspectos negativos de nuestra herencia teatral. Una de estas rémoras es creer que la única manera de aprender, al igual que se hacía en el pasado, es entrando a formar parte de un grupo de actores ambulantes, en una compañía fija o en una agencia teatral como aprendiz y representar papeles cortitos, en ocasiones asesorado o dirigido por el director o por los actores principales, o simplemente copiando el estilo. Evidentemente, los actores con un talento extraordinario lograron sobrevivir porque supieron desarrollar una manera intuitiva y muy personal de trabajar (a menudo incapaces de articular) y confiaron en la experiencia de actuar ante un público para crecer como artistas. Pero éstos fueron y siguen siendo una excepción.

Cuando el público asiste a un ballet y observa las piruetas de los bailarines, los ascensos, la elasticidad, los veloces entrepasos, se quedan atónitos ante la maestría de este arte y saben que lo que acaban de experimentar no habría sido posible si los artistas no hubieran pasado por años de práctica y formación. Cuando el publico va a un concierto y observa como el violinista coloca su instrumento bajo el mentón, oprime las cuerdas con los dedos de una mano y arrastra el arco con la otra mientras toca una música maravillosa, sabe que es algo que nadie podría hacer igual de buenas a primeras. Y tampoco se fija en la técnica: se limita a escuchar la música y a disfrutar del ballet. Cuando la técnica del actor destaca en primer plano, como ocurren con el teatro “eficaz” y artificial, de poses estudiadas, de recitación de palabras de modo mecánico, a menudo “tarareadas” por voces bien entrenadas, cuando se derraman lágrimas por el simple motivo de enseñar la capacidad que uno tiene de llorar en público en el momento justo, cuando la rimbombancia y el histrionismo se adueñan del ambiente, el público suele quedar impresionado porque sabe que nadie sería capaz de conseguir lo mismo.

Yo admiro a un actor cuando su técnica es tan perfecta que se hace invisible y consigue que la audiencia sienta la presencia de un ser humano vivo con el que pueden identificarse en sus manías y sus preocupaciones a medida que éstas se van descubriendo en la obra. Creo fervientemente que cuando el público reconoce una proeza y se da cuenta de cómo se ha hecho, significa que el actor ha fracaso. No ha sabido utilizar bien la técnica.

Desgraciadamente, cuando triunfa, cuando su trabajo comunica y su poder como ser vivo ha traspasado y ha llegado a las butacas, es entonces cuando la mayor parte del público está convencido de que ellos también pueden hacerlo, dejando aparte el recurrente: “¿Cómo pueden aprenderse tanto texto?” Por lo demás, los espectadores se creen unos críticos experimentados y a menudo aleccionan a los actores con sus “esto se hace así”, “esto es hace asá”. A veces, el actor inseguro, aturdido, llega incluso a escucha y a tomar la dirección equivocada. El actor debe saber que, dado que es un instrumento, debe ponerse al servicio del personaje y utilizarlo con la misma destreza con la que el violinista hace música con su violín. El hecho de que el cuerpo de un actor no sea como un violín no significa que la técnica sea más fácil de adquirir. La curiosidad malsana de qué es lo que motiva a un actor a serlo, que se pone de manifiesto continuamente en los programas de entrevistas, al igual que en los interminables talleres abiertos, las frases superficiales que los actores contestan (a menudo acompañadas de anécdotas personales “graciosas”), no hacen más que agravar el problema. Ni el público, ni los presentadores de los programas, suelen mostrar interés en oír hablar sobre los ejercicios de dedos de un músico, de los pliés de una bailarina, de la paleta de un pintor ni de cómo éste aplica las capas de pintura a sus acuarelas. ¿Por qué deberían entonces interesarse en nuestra técnica? Es nuestro problema, no el de ellos. Así que a ti, actor, que de todo tu ser haces tú instrumento, ¡te explicaré en qué consiste la técnica que hace posible nuestra maravillosa profesión!”

Las técnicas del actor, por Uta Hagen.

Uta Hagen en Broadway interpretando ¿Quién teme a Virginia Wolf? de Edward Albee en 1963. Photograph: AP
Uta Hagen en Broadway interpretando ¿Quién teme a Virginia Wolf? de Edward Albee en 1963. Photograph: AP